Cari fratelli e sorelle!
In questa settima Domenica del Tempo di Pasqua ci siamo radunati con gioia per celebrare una festa della santità. Rendiamo grazie a Dio che ha fatto risplendere la sua gloria, la gloria dell’Amore, sui Martiri di Otranto, su Madre Laura Montoya e su Madre María Guadalupe García Zavala. Saluto tutti voi che siete venuti per questa festa – dall’Italia, dalla Colombia, dal Messico, da altri Paesi – e vi ringrazio! Vogliamo guardare ai nuovi Santi alla luce della Parola di Dio proclamata. Una Parola che ci ha invitato alla fedeltà a Cristo, anche fino al martirio; ci ha richiamato l’urgenza e la bellezza di portare Cristo e il suo Vangelo a tutti; e ci ha parlato della testimonianza della carità, senza la quale anche il martirio e la missione perdono il loro sapore cristiano.
1. Gli Atti degli Apostoli, quando ci parlano del diacono Stefano, il protomartire, insistono nel dire che egli era un uomo "pieno di Spirito Santo" (6,5; 7,55). Che significa questo? Significa che era pieno dell’Amore di Dio, che tutta la sua persona, la sua vita era animata dallo Spirito di Cristo risorto, tanto da seguire Gesù con fedeltà totale, fino al dono di sé.
Oggi la Chiesa propone alla nostra venerazione una schiera di martiri, che furono chiamati insieme alla suprema testimonianza del Vangelo, nel 1480. Circa ottocento persone, sopravvissute all’assedio e all’invasione di Otranto, furono decapitate nei pressi di quella città. Si rifiutarono di rinnegare la propria fede e morirono confessando Cristo risorto. Dove trovarono la forza per rimanere fedeli? Proprio nella fede, che fa vedere oltre i limiti del nostro sguardo umano, oltre il confine della vita terrena, fa contemplare «i cieli aperti» - come dice santo Stefano – e il Cristo vivo alla destra del Padre. Cari amici, conserviamo la fede che abbiamo ricevuto e che è il nostro vero tesoro, rinnoviamo la nostra fedeltà al Signore, anche in mezzo agli ostacoli e alle incomprensioni; Dio non ci farà mai mancare forza e serenità. Mentre veneriamo i Martiri di Otranto, chiediamo a Dio di sostenere tanti cristiani che, proprio in questi tempi e in tante parti del mondo, adesso, ancora soffrono violenze, e dia loro il coraggio della fedeltà e di rispondere al male col bene.
2. La segunda idea la podemos extraer de las palabras de Jesús que hemos escuchado en el Evangelio: «Ruego por los que creerán en mí por la palabra de ellos, para que sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también lo sean en nosotros» (Jn 17,20). Santa Laura Montoya fue instrumento de evangelización primero como maestra y después como madre espiritual de los indígenas, a los que infundió esperanza, acogiéndolos con ese amor aprendido de Dios, y llevándolos a Él con una eficaz pedagogía que respetaba su cultura y no se contraponía a ella. En su obra de evangelización Madre Laura se hizo verdaderamente toda a todos, según la expresión de san Pablo (cf. 1Co 9,22). También hoy sus hijas espirituales viven y llevan el Evangelio a los lugares más recónditos y necesitados, como una especie de vanguardia de la Iglesia.
Esta primera santa nacida en la hermosa tierra colombiana nos enseña a ser generosos con Dios, a no vivir la fe solitariamente - como si fuera posible vivir la fe aisladamente -, sino a comunicarla, a irradiar la alegría del Evangelio con la palabra y el testimonio de vida allá donde nos encontremos. En cualquier lugar donde estemos, irradiar esa vida del Evangelio. Nos enseña a ver el rostro de Jesús reflejado en el otro, a vencer la indiferencia y el individualismo, que corroe las comunidades cristianas y corroe nuestro propio corazón, y nos enseña acoger a todos sin prejuicios, sin discriminación, sin reticencia, con auténtico amor, dándoles lo mejor de nosotros mismos y, sobre todo, compartiendo con ellos lo más valioso que tenemos, que no son nuestras obras o nuestras organizaciones, no. Lo más valioso que tenemos es Cristo y su Evangelio.
3. Por último, una tercera idea. En el Evangelio de hoy, Jesús reza al Padre con estas palabras: «Les he dado a conocer y les daré a conocer tu nombre, para que el amor que me tenías esté en ellos y yo en ellos» (Jn 17,26). La fidelidad hasta la muerte de los mártires, la proclamación del Evangelio a todos se enraízan, tienen su raíz en el amor de Dios, que ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo (cf. Rm 5,5), y en el testimonio que hemos de dar de este amor en nuestra vida. Santa Guadalupe García Zavala lo sabía bien. Renunciando a una vida cómoda – cuánto daño hace la vida cómoda, el bienestar; el aburguesamiento del corazón nos paraliza – y renunciando a una vida cómoda para seguir la llamada de Jesús, enseñaba a amar la pobreza, para poder amar más a los pobres y a los enfermos. Madre Lupita se arrodillaba en el suelo del hospital ante los enfermos, ante los abandonados para servirles con ternura y compasión. Y esto se llama "tocar la carne de Cristo". Los pobres, los abandonados, los enfermos, los marginados son la carne de Cristo. Y Madre Lupita tocaba la carne de Cristo y nos enseñaba esta conducta: non avergonzarnos, no tener miedo, no tener repugnancia a "tocar la carne de Cristo". Madre Lupita había entendido que significa eso de "tocar la carne de Cristo". También hoy sus hijas espirituales buscan reflejar el amor de Dios en las obras de caridad, sin ahorrar sacrificios y afrontando con mansedumbre, con constancia apostólica (hypomonē), soportando con valentía cualquier obstáculo.
Esta nueva santa mexicana nos invita a amar como Jesús nos ha amado, y esto conlleva no encerrarse en uno mismo, en los propios problemas, en las propias ideas, en los propios intereses, en ese pequeño mundito que nos hace tanto daño, sino salir e ir al encuentro de quien tiene necesidad de atención, compresión y ayuda, para llevarle la cálida cercanía del amor de Dios, a través de gestos concretos de delicadeza, de afecto sincero y de amor.